Una montañas es un relieve que, por su extensión y alturas, destaca netamente sobre las alturas circundantes. No es posible precisar una altura mínima a partir de la cual un relieve debe ser considerado una montaña, ya que depende de la valoración del contexto en cada caso.
La palabra orogénesis designa el proceso de creación de una cadenas de montañas. Este término se reserva para las montañas cuyo origen está ligado a fuerzas compresivas en los bordes de placas o en sus cercanías, es decir, para aquéllas que resultan de la actividad tectónica, aunque no es éste el único mecanismo de creación de relieves montañosos. Los orógenos, o cadenas montañosas formadas por orogénesis, suelen ser lineales y las rocas que los forman han experimentado una serie de fenómenos característicos: pliegues, fallas, metamorfismo, actividad ígnea, etc.
Los relieves montañosos son resultado de la acción de la dinámica interna de la Tierra. Los que reciben el nombre de orógenos se forman por contracción de una determinada zonas de la corteza terrestre, lo que hace replegarse y levantarse los materiales rocosos de su superficie.
Desde el s. XVIII, el origen de los cinturones de montañas ha cautivado a geólogos y geofísicos, tanto desde el punto de vista de la formación y aparición del relieve, como del de los numerosos fenómenos geológicos que llevan asociados.
En los inicios de la geotectónica como una rama independiente de la geología, que se puede atribuir a los naturalistas alemanes de finales del s. XVIII, la concepción del origen de las montañas era esencialmente fijista. Es decir, se creía que las montañas se formaban por movimientos puramente verticales inducidos por la actividad volcánica. Así, el magmas del interior de la Tierra en su ascenso a través de la corteza empujaría las rocas hacia arriba, proceso que sería el responsable de la formación de las cadenas de montañas.
La auténtica revolución comenzó con dos grandes geólogos, el austriaco Edward Suess (1831-1914) y el suizo Albert Heim (1849-1937). En su libro titulado La formación de los Alpes (1875), Suess cuestionó de manera formal que las cordilleras fueran únicamente producto de movimientos de elevación verticales y, a partir de un gran esfuerzo de síntesis de datos geológicos de todo el globo, defendió la importancia de los movimientos horizontales. Heim publicó en 1878 una monografía sobre una región de los Alpes suizos en la que se perciben los fundamentos mecánicos de la deformación de las rocas, sentando las bases de la geología estructural moderna. Sus rigurosos análisis de datos de campo le llevaron a coincidir con Suess en que el acortamiento horizontal es fundamental en el origen de las cordilleras.
El principal problema de la hipótesis de Suess y Heim radicaba en la inexistencia de una teoría capaz de explicar el origen de las fuerzas horizontales causantes de las deformaciones. La problemática enlaza con la teoría de los geosinclinales, muy popular en América del Norte en el s. XIX: la presencia de grandes volúmenes de rocas sedimentarias deformadas en las cordilleras indicaba que éstas se formaban a partir de grandes surcos sedimentarios en hundimiento progresivo (geosinclinales), cuya depresión acababa causando su deformación. Sin embargo, como algunos científicos de la época hicieron notar, el modelo de los geosinclinales era un modelo sobre el origen de las montañas que dejaba de explicar el origen de las montañas, es decir, las causas de la compresión y posterior elevación de los geosinclinales.
Hacia la década de 1920, el meteorólogo y geofísico alemán Alfred Wegener propuso la teoría de la deriva continental, aunque en ese momento no la relacionó de forma explícita con la creación de las montañas. La evolución de esta teoría va ligada a la teoría de la tectónica de placas, que alcanzó su madurez hacia la década de 1960. La idea de que la litosfera terrestre está dividida en un mosaico de placas en continuo movimiento explica los principales rasgos y la dinámica de la Tierra, desde los fondos oceánicos hasta los continentes. Estando los movimientos de las placas en última instancia causados por variaciones de densidad en la litosfera y en el mantos profundo, hoy se sabe que la orogénesis se produce en los bordes de placa destructivos, es decir, en las zonas donde las placas convergen, sea por la subducción de una placa oceánica, sea por la colisión entre dos masas continentales.
La relación numérica entre la magnitud del engrosamiento de la corteza y su elevación está regida por una variante del principio de Arquímedes aplicado a la litosfera: el principio de la isostasia, según la cual las variaciones topográficas de la superficie están soportadas por la flotabilidad de la capa externa rígida de la Tierra sobre un sustrato más fluido.
El origen de la teoría de la isostasia está vinculado a observaciones geodésicas realizadas en los ss. XVIII y XIX en las cordilleras de los andes y del Himalaya. Al analizar la posición de las plomadas, se observó que la desviación de la vertical que éstas experimentaban era menor que la que cabía esperar por la atracción gravitacional de la masa de esas montañas. Este hecho sorprendente llevó a la conclusión de que debía haber un déficit de masa bajo las montañas que compensase el exceso de masa que conlleva la topografía elevada sobre el nivel del mar, de manera que éstas ejercían menos atracción de la esperada.
El astrónomo y geofísico inglés George Bidell Airy propuso una hipótesis para explicar la aparente falta de masa en las zonas montañosas. Según ésta, las rocas de la corteza terrestre, poco densas y ligeras, están en estado de flotación sobre el manto, más denso y fluido. De esta manera, tomando como analogía lo que sucede en los cuerpos que flotan en el agua, la elevación de cada masa sobre la superficie está relacionada con el volumen de masa sumergido. George Bidell Airy supuso correctamente que, bajo las cadenas de montañas, la corteza debía ser más gruesa y que, como sucede con un iceberg en el mar, debía tener una raíz de material cortical extendiéndose hacia el manto. El hecho de desplazar manto denso por un volumen de corteza más ligera supone una reducción de masa que explica por qué la desviación de las plomadas era menor que la esperada.
Durante la orogénesis una parte del engrosamiento cortical se destina a crear la raíz, mientras que una fracción mucho menor se destina al relieve por encima del nivel del mar. Puede calcularse fácilmente que para cada kilómetro de altura media de una cordillera se necesitan entre 4 y 5 km de raíz cortical adentrándose en el manto. Esta situación, que mantiene un verdadero equilibrio de fuerzas y aguanta las montañas, se denomina estado de equilibrio isostático. El equilibrio isostático es delicado y cualquier fenómeno que lo desestabilice provoca rápidos movimientos verticales de la litosfera que tienden a restablecerlo. Así, por ejemplo, la erosión de las cordilleras, al eliminar masa montañosa, induce un levantamiento masivo de toda la corteza subyacente para compensar esta pérdida de masa. Este fenómeno se llama rebote isostático y, combinado con la erosión, es muy efectivo en la reducción del espesor de la corteza y, por tanto, en la destrucción de las montañas antiguas y de sus raíces.
El conocimiento del origen de las montañas deriva del examen de cordilleras antiguas en las que la erosión ha destapado sus partes profundas, así como de cadenas recientes que se están elevando todavía, esto es, en las que la orogénesis es activa en la actualidad.
En el ámbito de la tectónica de placas es posible diferenciar dos tipos principales de cinturones montañosos orogénicos, según sea la naturaleza de las placas que se hallan en convergencia.
Las cordilleras de tipo andino se forman en las áreas de convergencia de una placa oceánica y una continental. Debido a su mayor densidad, la primera siempre se hundirá bajo la segunda, fenómeno que recibe el nombre de subducción. Son regiones en las que se forma una cadena montañosa lineal en la placa continental, con orientación paralela a la zona de subducción. Las cordilleras de este tipo están afectadas por intensos fenómenos de metamorfismo y magmatismo.
Por otra parte, la subducción de corteza oceánica, muy hidratada y rica en volátiles, a grandes profundidades provoca la expulsión de los fluidos y reduce el punto de fusión de las rocas del manto situado por encima de ella, lo cual causa su fusión. Los magmas así generados migran hacia la superficie y se emplazan en la corteza del continente. La intrusión de magmas en la corteza aumenta su espesor y contribuye, en consecuencia, a la elevación del relieve al facilitar la acción de las fuerzas compresivas que engrosan la corteza mediante la deformación de las rocas.
Si una placa oceánica transporta una masa continental detrás de ella, cuando esta masa continental, poco densa en comparación con la corteza oceánica, llega a la zona de subducción, su flotabilidad dificulta enormemente que se pueda hundir. El movimiento relativo entre las placas se ve impedido y la convergencia se acomoda por acortamiento cortical, lo que causa deformación, engrosamiento y elevación de montañas. Este proceso se conoce como colisión continental y está ilustrado por montañas antiguas, como las caledónicas y hercínicas de Europa Occidental o las de los Apalaches de América del Norte, o por cordilleras más recientes, como el cinturón Alpino-Himalayense, que se extiende desde la cordillera Bética hasta el Himalaya, pasando por los Alpes.
La colisión de los continentes deforma y metamorfiza intensamente ambos márgenes continentales. El acortamiento tectónico es el principal responsable del engrosamiento cortical y de la elevación del relieve, ya que el magmatismo suele ser poco importante.
Si se observa un mapa tectónico de la Tierra, es posible ver que los continentes están surcados por montañas de diversa edad y posición. Algunas de ellas son recientes y conservan una orografía similar a la original, mientras que otras son antiguas y han sido profundamente alteradas, ya no se expresan en cadenas de montañas, o incluso han sido divididos por fragmentación de los continentes.
Cada cordillera de montañas presenta rasgos particulares pero la mayoría de ellas tiene una serie de características comunes:
Simetría estructural bilateral: El perfil característico de una montaña muestra dos mitades, cada una de ellas con pliegues y cabalgamientos acostados (vergentes) hacia el antepaíses adyacente.
Zonación interna: El tipo de rocas y el estilo de las estructuras varía desde la parte central o zona interna, caracterizada por rocas ígneas y metamórficas intensamente deformadas por grandes mantos de corrimiento y pliegues acostados, a las zonas externas, adyacentes a los antepaíses e integradas por cinturones de pliegues y cabalgamientos en rocas sedimentarias no metamórficas.
Cuencas sedimentarias periféricas: El peso de la cadena de montañas provoca la flexión de la litosfera adyacente y origina unos surcos deprimidos que se rellenan de sedimentos procedentes de la erosión de la misma cordillera. Estos surcos son las cuencas de antepaís.